AB, CD, EF, GH,...
Las primeras agendas electrónicas o las modernas PDA, una sencilla excel o una elaborada base de datos, la agenda “virtual” del teléfono fijo o la SIM del móvil; ninguna ha eliminado a la clásica agenda. Es más, los sistemas modernos utilizados se renuevan continuamente y de ellos aparecen y desaparecen con rapidez nombres, números, direcciones,... y, sin embargo, la agenda de toda la vida, la de papel y tapas duras, la de escribir a mano y tachar y volver a apuntar y reescribir, destinada sólo para lo personal, sigue ahí y dura más y más años y se renueva menos.
Cuando llega el momento en el que esa agenda que quizás nos ha acompañado durante cuatro o cinco años se cambia por una nueva, comenzamos con la emoción de estrenar, como cuando de pequeños escribíamos en un cuaderno nuevo un rótulo que anunciaba: “2ª Evaluación”. Ese momento empieza con el olor del papel nuevo y con la ilusión de escribir a mano, algo, tan, tan raro en los tiempos que corren. Definitivamente, agradables sensaciones.
Se van escribiendo los nombres de los amigos de siempre. Estaban ahí en la agenda anterior, estan en ésta, se vuelven a copiar en la próxima. Y lo que es, probablemente, una de las cosas más importantes de la vida, la confirmación de quién permanece, se convierte en un acto de escritura sin más, en algo mecánico, asumido.
Pero en seguida aparece el primer golpe de melancolía: escribir una dirección lejana hace pensar en ese “tan cerca/tan lejos” tan difícil de llevar a veces, en los kilómetros que siguen siendo muchos a pesar de las rápidas autovías, del messenger o de los aviones.
Y después aparece el segundo. Este segundo golpe es directamente de tristeza, de esa dura y profunda tristeza que encoge el estómago al leer el nombre de alguién que murió hace tres años o hace tres meses. Y se toma la decisión, en un intento de ignorar lo inevitable, con un gesto tan rebelde como inútil, de volver a escribir en la nueva agenda ese nombre. Siempre.
Peor es lo contrario: decidir que un teléfono, unas señas, escritas desde hace tiempo, no van a formar parte de la recién estrenada agenda.
Puede que sean datos de personas que no han sido demasiado importantes, gente de paso con la que el contacto duró poco.
Quizás se trate de amistades en su momento valiosas pero débiles ante los cambios de escenario y ante el paso del tiempo.
O ese teléfono que definitivamente no va a volver a ser escrito ni marcado ni memorizado, es de alguién a quien quisimos mucho, alguien que salió de nuestra vida mientras pensábamos en esa canción que decía “se nos rompió el amor de tanto usarlo...”
¿Qué será de todos ellos?, ¿en cuál de todas esas direcciones que tenemos estarán ahora?, ¿qué móviles, qué calles, qué ciudades estarán ellos apuntando en sus agendas?
Pero lo peor, lo más desolador, es encontrarse de repente con un nombre apuntado en la agenda pero borrado totalmente de nuestra memoria. En su momento ese nombre, ese amigo o conocido, sería lo suficientemente importante como para formar parte no de la agenda de trabajo ni de otras cuestiones, sino de la agenda personal, la de la gente casi siempre elegida por afinidad, por gusto o simple amistad. Y, sin embargo, ahora nos es imposible reconocerlo, ponerle cara, datos, recordar un momento, aunque sólo sea uno, vivido con él.
¿Cómo puede ocurrir? Si además se hace de las relaciones con los demás los cimientos de lo que quiere ser uno mismo, ¿cómo es posible que haya personas que aparentemente no dejen ninguna huella en nosotros?. Y este desconocimiento ¿será mutuo?, ¿qué parte de nuestra persona quedó en ellos?, ¿y ellos, qué nos dejaron?, ¿algo que no reconocemos?, ¿o nada, quizás?.
En el perfil de su blog, senses&nonsenses, dice:
“Somos los libros que hemos leído, las películas que hemos visto, las canciones que amamos. Somos nuestros amigos, nuestros maestros...” Estoy de acuerdo. Somos en parte aquellas personas que hemos conocido, que hemos tratado. Y aún sin quererlo, a algunas de esas personas, las olvidamos. Puede que también olvidemos, un poco, a veces, lo que somos.