martes, 30 de enero de 2007

Horas de Rock&Roll

El pasado viernes por la noche un concierto llenó de música la “Multiusos”. Guille Martín murió hace unos meses y el concierto quería ser un homenaje para él. Fue un guitarrista que tocó con muy buenos grupos y músicos de este país y muchos de ellos, el viernes, estuvieron aquí.
Parecía estar el evento bien organizado, técnicamente todo salía perfecto y en el escenario, grupo tras grupo, se hacía música. Y dentro de la fuerza y la determinación del rock and roll, unas palabras, apenas una frase que algún colega y amigo decía antes de comenzar a tocar recordando a Guille Martín, ponían, durante un instante, un punto de tristeza.
Amaral cantaba “...no quedan días de verano, el viento se los llevó y un cielo de nubes negras cubría el último adiós. Y fue sentir de repente tu ausencia...”

Muchas letras de muchas canciones se pueden acoplar a cualquier momento, sensación, a cualquier circunstancia. El viernes por la noche era inevitable no hacerlo.

A la salida el frío había llegado, por fin, a la ciudad. El viento, fuerte y helado, interfería con la música y sus muchos vatios de potencia zumbando todavía en los oídos, y los cuatro grados bajo cero contrastaban con el calor que, tanto en sentido literal como figurado, mucha gente había hecho posible dentro de la sala.
Intentando mantener las sensaciones del concierto pensaba en lo terrible que es morir joven y en que la alternativa a morir joven es morir viejo. Duro, muy duro, también.

En mi cabeza sonaba la poderosa voz de Bunbury cantando “...si todo lo que nace, perece del mismo modo...” y con la tristeza definitiva que produce el hecho de que las cosas sobrevivan a las personas, imaginé una casa y una habitación. Una habitación en la que se guardaban púas, amplis, los pedales, cuerdas de acero, guitarras eléctricas...
Una habitación, supongo, cerrada.



"The Guitar Center" (Queens, New York, Julio 2004)

sábado, 20 de enero de 2007

Viernes por la noche

"Luces" (Zaragoza, Julio 2004)

Hay viernes que a las once y media de la noche se coge el coche y se sale por ahí: a cenar, al cine, o simplemente de juerga por los bares de la ciudad. Y otros viernes, esos en los que vivir se ha hecho un poquito más difícil, a las once y media de la noche se coge el autobús para, después de todo el día por el mundo, volver a casa.

Hoy ha sido uno de esos viernes, y el trayecto desde las afueras ha comenzado, quizás por acompañar a mi ánimo, a oscuras. La parte norte de la ciudad ha sufrido un apagón y sólo los focos de los coches iluminaban las calles. Ni farolas, ni neones o carteles, tampoco el rojo-amarillo-verde de los semáforos, ni escaparates ni anuncios, ni las pequeñas luces que salen de cada ventana de cada casa. La policía, con balizas luminosas, intentaba poner orden en medio del caos. La gente seguía caminando por las aceras convertida en sombras, y desde el bus, mientras me preguntaba qué transformador o que subestación habría fallado, pensaba en lo complejo y frágil de este mundo que hemos creado. Quizás parecido a las personas.

Casi una hora después, al llegar a mi parada y ya con todas las luces iluminando la ciudad me pongo a caminar como de costumbre entre el bullicio propio de un viernes por la noche y todo, excepto yo misma, parecía estar bien. Cincuenta metros más adelante, un señor algo mayor, terriblemente borracho, tendido en la acera, pide ayuda. Mientras venía la ambulancia y un camarero de un bar cercano le daba un poco de agua yo observaba con tristeza su aspecto descuidado, sus zapatos casi fuera de los pies, sus calcetines viejos...pienso en que tendrá menos edad de la que aparenta, pienso en si habrá bebido mucho o será de esos alcohólicos que ya con un sólo vaso de vino están vencidos. Lleva barba canosa de varios días y pelo, también canoso, que intenta peinarse con una mano tan sucia como temblorosa. Y pasando del análisis racional de la escena, y metiéndome en sus ojos tristemente perdidos, me he preguntado si fue la vida la que le abandonó o fue él el que, poco a poco, quizás sin saberlo, se apartó de la vida.

Cuando me voy alejando, de pronto, un soplo de aire nuevo me llega, huelo a hierba fresca y siento esa maravillosa sensación que todos los años, una noche allá por marzo o abril acude y anuncia la primavera. Pero no es marzo: es enero, y lo que debería ser una noche helada por estas latitudes con temperaturas bajo cero, es una velada con doce grados en la que sobran los abrigos y acompaña un agradable buen tiempo. El cambio climático engaña a los sentidos, pero no puede engañar a la mente: no cuadra, no debería ser, y el encanto y la paz que por unos segundos han estado en el ambiente, se rompen. Definitivamente esta es una noche extraña.

O quizás no sea la noche y sea yo que no dejo de pensar en el hospital en el que he pasado la tarde. Allí está una persona que conocí cuando yo tenía siete años. Siempre fue acogedor y simpático. Y elegante: a mi hermano y a mí nos hacía gracia que todo el tiempo llevase corbata. Entonces, y durante muchos años, me pareció alto y fuerte. Realmente lo ha sido hasta hace muy poco.
Ahora, esta noche, mientras escribo ésto, intenta, con el poco aliento que le queda, seguir viviendo.

viernes, 5 de enero de 2007

NOCHE DE REYES (MAGOS)

Dicen por ahí que los Reyes son los padres. Ni caso. Si se trata de aguarme la fiesta, no lo van a conseguir. Dejaré en la terraza mi zapato, maíz para los camellos y dulces para Melchor, Gaspar y Baltasar. Como cuando era una niña (allá por los años setenta....uauuuuuu). Y mañana habrá regalos.
Porque, sí, vale, claro, he leído por ejemplo a Henry Miller, pero hoy, como hace tres y hace diez y hace quince años, uno de mis libros preferidos sigue siendo "El Principito".

Ah...y si me traen carbón, que sea dulce, que está para chuparse los dedos.


 
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